Bueno el día de hoy nos pareció adecuado hacer una mención debido a este día, en memoria a todos y cada uno de los desaparecidos. Y por todos esos hechos sucedidos que no hay que olvidar...
Esta era la tapa del diario Clarín, hace 37 años...
Les dejamos el prólogo del
Nunca Más, escrito por
Ernesto Sabato.
Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por
un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema
izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en
Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las
formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa
nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para
combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales
ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en
juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los
servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un
detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia
puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura».
No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los
terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente
peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el
poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y
asesinando a miles de seres humanos.
Nuestra Comisión no fue instituída para juzgar, pues para
eso estan los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los
desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero,
después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber
verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de
detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la
certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de
nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia
la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y
registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como
delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa
humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los
principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías
erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron
pisoteados y bárbaramente desconocidos.
Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados
derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los
que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas
Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo.
Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en
sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más
catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la
integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones
inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.
De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere
que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la
represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino
sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos
tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una
metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber
sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen
rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto
supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra información
surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero
regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las
palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el
jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero
de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes
escritas de los Comandos Superiores» . Así, cuando ante el clamor universal por
los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos
de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita
tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos
planificados.
Los operativos de secuestro manifestaban la precisa
organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en
plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las
fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías
correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa,
comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterrorizaban a
padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos,
se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban
y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de
comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se
partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras
que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que
entrais».
De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y
miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a
integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra -
¡triste privilegio argentino! - que hoy se escribe en castellano en toda la
prensa del mundo.
Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil.
¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se
tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído
hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus ¦ldas, la justicia los
desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contestación el silencio. En
torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado,
jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de
una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas,
meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos
pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de
gestiones innumerables e inutiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de
alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a
comisarios. La respuesta era siempre negativa.
En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la
desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese,
pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo
sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el
horror: «Por algo será», se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar
a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o
padres del desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía
de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable
de nada; porque la lucha contra los «subversivos», con la tendencia que tiene
toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión
demencialmente generalizada, porque el epiteto de subversivo tenía un alcance
tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por
calificaciones como «marxismo-leninismo», «apátridas» , «materialistas y ateos»
, «enemigos de los valores occidentales y cristianos» , todo era posible: desde
gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que
iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada:
dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos
que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran
adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones
sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las
enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y
amigos de esosamigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y
por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o
siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos
presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de
entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.
Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los
derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en
lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino
mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques
de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran
cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad
para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la
infinita verguenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa
infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando
en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza.
De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes,
de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil. Pero
tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas
familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aun
vacilan, por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos
encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor
fue muy ardua, porque debimos recomponer un tenebrosos rompecabezas, después de
muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado liberadamente todos
los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se han demolido
edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias de los familiares,
en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los
testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros
para decir lo que sabían.
En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y
amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse,
vuelven a repetir las consabidas razones de «la guerra sucia» , de la salvación
de la patria y de sus valores occidentales y cristianos, valores que
precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros sangrientos de los
antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional,
de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no
estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo
pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las
iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber
reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una
justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por
tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en toda comunidad
civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a
los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse
así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta.
Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas
herederas de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza,
llevaron la libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los
hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos,
silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y
hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el
contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos
una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus
crimenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos,
cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los
familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente,
porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo
argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer
infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero
publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron
minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin
duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el
periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para
hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un
pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados
y esenciales derechos de la criatura humana. Unicamente así podremos estar
seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han
hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.
Nadie puede olvidar o por haber experimentado esa época o por lo que se nos fue enseñado en el colegio, o simplemente por la experiencia de nuestros padres y abuelos, a Videla diciendo "¿Qué es un desaparecido?", o las típicas frases como "Algo habrán hecho", "No te metas", entre otras.
El prólogo fue escrito en Septiembre de 1984, por este reconocido autor argentino.
Da una noción de cómo fueron suprimidos los derechos en esa época, y la forma de proceder en los operativos de secuestros.
La palabra "subversivo" no era más que una generalización, cualquiera podía caer detenido simplemente por pertenecer a un centro estudiantil o por visitar lugares carenciados.
"Sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido".
Les dejamos también la Carta abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar. Escrita un año después del comienzo de la sangrienta dictadura, el 24 de marzo de 1977.
Acá el enlace:
Carta Abierta a la Junta Militar
"La memoria despierta para herir, a los pueblos dormidos que no la dejan vivir libre como el viento". León Gieco.